ARNULFSTR 61


ARNULFSTR 61.

Cuando abro la ventana de la habitación, siento cómo el viento helado me seca la cara. Cuando la cierro, sé que será la última vez que examine la asepsia paisajística que se ve desde mi dormitorio, el edificio del número 61 de Arnuf Street, una proeza arquitectónica que tapia mi visión y me obliga a mirar a las alturas cada vez que necesito experimentar una leve sensación de vida. Una vida que, desde hace tiempo, decide, sin mi consentimiento, adoptar el mismo aspecto enemigo que la regia fachada que ahora tengo delante.
Saco del armario un sombrero de ala ancha negro, con un fino remate de terciopelo gris, el mismo gris de mi abrigo de lana gruesa. Y me pongo los guantes que me regalaste y aún no he estrenado. Miro mis manos ya enguantadas, y acaricio la suave piel. Y reparo en los finos huesos de las falanges de mis dedos largos y flacos.
Erguido en la entrada del dormitorio, observo lentamente mi pequeño piso, ordenado, oscuro y lleno de recuerdos que ocupan sin sentido un lugar en mi memoria. Porque tú ya no estás y nada ni nadie suplen tu ausencia. Me acerco a la mesa de mi despacho a coger las llaves para cerrar la puerta pero pienso que para qué. No volveré nunca más. Y, antes de cerrar, me despido del pasado.
El trayecto en ascensor desde el piso 12 se hace interminable y mientras espero a llegar al portal, reparo en el lustre de mis botines. Incómodos pero bonitos.  Y salgo de casa, apocado, a una calle llena de gente que me amenaza como una plaga. Y en la otra acera, me esperan las puertas de entrada al edificio del número 61  de la calle Arnulf, que están, como siempre, abiertas y flanqueadas por los mismos dos guardias de seguridad a quienes llevo dando los buenos días desde hace quince años. Mi oficina está en el primer piso.
Hoy, sin embargo, cambio mi ruta y entro en uno de los ascensores, que me recibe respetuoso. Pulso el botón 35. El que va al último  piso. Y cuando llego, el silencio me hace estremecer. La moqueta negra impoluta acompaña mi breve paseo por el pasillo hasta la  puerta de cristal ahumado de acceso al helipuerto. Y salgo afuera, a intentar sentir por última vez esa vida que ya no tengo. El frío, a esa altura es aún mucho más cruel. Sobre mis botines, giro el cuerpo para ver el cielo de Münich, hostil, como todo lo que me rodea desde que no estás.
Según me acerco al precipicio, me quito el sombrero y lo dejo caer al suelo. El viento se lo lleva antes de que se pose en la grava y sigo su ondular hasta perderlo de vista. Y mientras respiro el aire contaminado de la ciudad, miro abajo y el vértigo me hace retroceder un paso. De inmediato, algo me recuerda que estoy allí para irme. Pero antes, pienso en ti y en lo felices que fuimos. Y también pienso en si hay algún remedio para evitar esto. Yo, hasta hoy, no lo he encontrado.
Y salto al vacío.

Javier Ubieta.

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